Este blog tiene como propósito mostrar la producción intelectual de los docentes del Departamento de Filosofía de la Facultad de Ciencias de la Educación en la Universidad de Carabobo
martes, 28 de noviembre de 2017
miércoles, 17 de mayo de 2017
LA BATALLA DEFINITIVA ENTRE EL BIEN Y EL MAL
Dr. Gustavo Fernández Colón
Correo: fernandezcolon@gmail.com
Correo: fernandezcolon@gmail.com
Cilindro
mesopotámico (c. siglos IX-VIII a.C.) que muestra la batalla entre
Marduk y la gran serpiente-dragón Tiamat
Marduk y la gran serpiente-dragón Tiamat
"Ya no hay diferencia entre judío y griego,
entre esclavo y hombre libre;
no se hace diferencia entre hombre y mujer,
pues todos ustedes son uno solo en Cristo Jesús."
Gálatas 3, 28.
Las
tradiciones espirituales del Medio Oriente transmitieron durante milenios una
cosmovisión dualista, según la cual el Universo está conformado por dos seres o
sustancias primordiales, una benigna y otra maligna, enfrentadas en combate por
toda la eternidad: Anu y Kur entre los sumerios, el mito asirio de Marduk y
Tiamat, Ahura Mazda y Arhimán en el zoroastrismo…
En
las religiones abrahámicas (judaísmo, cristianismo e islam) y en otros sistemas
antiguos de creencias como el mazdeísmo, el maniqueísmo y el gnosticismo, la
confrontación entre el Bien y el Mal concluye en una Batalla Final, donde las
fuerzas divinas de la Luz derrotan a la Oscuridad. Se trata del mítico
"Final de los Tiempos", narrado en numerosos relatos proféticos
conocidos como "Apocalipsis".
El
monoteísmo judío, cristiano y musulmán, al identificar a Dios con el Bien, se distanció
del dualismo ontológico de los gnósticos y maniqueos. En las especulaciones
teológicas más próximas al neoplatonismo, el Mal fue identificado con la Nada (el
No Ser) o con el alejamiento de la fuente de la Luz Divina. Mientras que en las
corrientes más fieles a la mitología hebrea, el Maligno pasó a ser una entidad
creada por Dios y subordinada a su voluntad. En efecto, Satán es un ángel, como
lo ilustra el libro de Job, encargado originalmente de tentar a los hombres
piadosos y acusarlos ante Dios. Luego se convertirá en el cabecilla de las
huestes de espíritus rebeldes, que serán combatidas -y finalmente derrotadas-
por los ángeles fieles comandados por Miguel.
En
el Apocalipsis bíblico de Juan, el adversario del Mesías en la Batalla Final no
es un ser divino sino un hombre mortal, el Anticristo, descrito como un tirano
megalómano y sanguinario en el que se ha encarnado el Mal absoluto. Pero a
pesar de la supremacía indiscutible del Dios Bueno, el imaginario escatológico
del judeo-cristianismo continuó compartiendo con las antiguas religiones del
Medio Oriente, la creencia en que el Mal ontológico se manifiesta en la
historia humana, para disputarle a Dios su predominio sobre las almas y el
Mundo.
En
la Edad Media cristiana, a medida que caducaron las fechas anunciadas por
diversos intérpretes de las profecías, sin que se produjera el segundo
advenimiento del Mesías y su combate final con el Anticristo, la concepción
histórico-escatológica del Mal comenzó a perder fuerza y a ser desplazada por
una visión más psicológica o subjetiva del dualismo primordial.
Pueden
distinguirse en consecuencia, en este vasto panorama, tres grandes etapas en la
evolución de la concepción medio-oriental del Mal: a) el dualismo ontológico de
las dos sustancias originarias constitutivas del cosmos; b) el Mal como
instrumento de la voluntad de Dios dentro de la historia de la salvación; y c)
el Mal como propensión psíquica que desvía el alma humana hacia el error y el
pecado.
En
esta tercera y última fase, corresponderá a los místicos librar, en el campo de
batalla de su propia psiquis, una lucha sin cuartel contra las entidades demoníacas.
Sobre todo los jasidistas judíos, los sufíes musulmanes y los místicos
cristianos experimentarán en carne propia los ataques del Maligno, contra el
Espíritu Santo que también habita en las profundidades del alma. Incluso en
pleno siglo XX, una mística italiana como Gema Galgani, canonizada por el
catolicismo cuatro décadas después de su muerte, fue sometida en vida a terribles
exorcismos para ser "liberada de los lazos del Diablo", en su
tortuoso camino hacia la santidad espiritual.
Cabe
destacar que las sucesivas metamorfosis del simbolismo del Bien y el Mal, no lograron
extinguir por completo los mitos arcaicos imperantes en los ciclos precedentes.
Al contrario, tanto el dualismo ontológico de origen asirio-babilónico como el
fanatismo apocalíptico de los milenaristas medievales, permanecieron latentes
en las profundidades del psiquismo colectivo del Medio Oriente y de la
Cristiandad, hasta que nuevas crisis históricas propiciaron el "retorno de
lo reprimido". Los fundamentalismos religiosos y los extremismos políticos
surgidos en el siglo XX (como el fascismo alemán, el comunismo ruso, el shiísmo
iranio o la Guerra contra el Terror estadounidense), ilustran la persistencia
de nuestra propensión atávica al sectarismo intolerante y la aniquilación del
Otro.
Para
la escatología apocalíptica, el Mal está encarnado en el tirano de los últimos
días y sus secuaces. El "combate final" ha de librarse en la
exterioridad del Mundo, contra el poder despótico de los apóstatas, manifestado
objetivamente en las estructuras opresivas de la historia. Se trata, todavía,
de un resabio antropologizado del Mal ontológico del dualismo arcaico. El mundo
humano está dividido en dos bandos irreconciliables, los seguidores de Cristo y
los siervos del Anticristo, que el plan de Dios enfrentará en una guerra total,
donde los justos combatirán confiados en la promesa de su triunfo definitivo
sobre la injusticia.
Pero
en vista del descrédito que el paso del tiempo arrojó sobre las cosmovisiones
mesiánicas y apocalípticas y la difusión alcanzada por las concepciones
psicológicas de la salvación, el pensamiento dualista comenzó a ser denunciado
como la raíz profunda del Mal, en la mente y el corazón del ser humano.
La
derrota del Mal será experimentada, desde entonces, como vivencia amorosa de la
no-dualidad del Ser, en la mística jasídica, en la espiritualidad de Rumi y
Abenarabi entre los sufíes y en los éxtasis cristianos de Pablo de Tarso,
Agustín de Hipona, Francisco de Asís y Juan de la Cruz, entre otros muchos.
Para
quienes cruzan el desierto de esta transformación interior, el Mal ya no puede
ser identificado con una “raza inferior” como lo pretendieron los nazis; ni con
la clase burguesa dominante como lo postulan los intérpretes sectarios del
marxismo; ni con los pobres del Tercer Mundo como lo sostienen las élites
ultraliberales del Occidente opulento. Cuando el Anticristo interior es
desarmado por el Amor Divino, desaparecen la contradicción y el conflicto; pues
se percibe claramente que el pecado original es el pensamiento dualista,
desencadenante del odio contra quienes consideramos erróneamente nuestros
enemigos. Y queda al descubierto que la caída luciferina de la razón consiste
justamente en la ontologización del Bien y el Mal que, a lo largo de la historia,
ha servido de coartada para la guerra fratricida y el exterminio del Otro.
BIBLIOGRAFÍA CONSULTADA
McGinn,
Bernard (1997). El Anticristo. Dos
milenios de fascinación humana por el mal. Barcelona: Paidós.
Ricoeur,
Paul (2004). Le mal. Un défi à la philosophie et à la théologie (Troisième
édition). Paris: Labor et fides.
Walker,
Joseph (2002). Antiguas civilizaciones de
Mesopotamia. España: Edimat Libros.
martes, 28 de marzo de 2017
SER Y ÉTICA EN LA FILOSOFÍA DE JEAN PAUL SARTRE
MSc. Francisco Mota
Correo: franciscojmota_uc@hotmail.com
El objeto de
este artículo es caracterizar desde el punto de vista ético las tres regiones
del ser en el pensamiento ontológico de Jean Paul Sartre, a saber: el ser
en-sí, el ser para-sí y el ser para-otro, con el fin de determinar que uno de
ellos representa la conciencia (ser para-sí), el cual, en ejercicio de sus
ilimitada libertad da origen a una ética específica y concreta: la ética
sartriana; además de la relación inevitable que se produce en los para-sí, en
los que cada uno asume una determinada conducta respecto al otro, lo que da
origen al encuentro o al enfrentamiento entre las dos conciencias.
En la
introducción a El Ser y La Nada, que tiene como subtítulo Ensayo de una
ontología fenomenológica, se puede percibir el gran esfuerzo intelectual que
hace Sartre para esclarecer y aclarar, filosóficamente, el paso de la ontología
a la fenomenología, cosa que logra después de una brillante disertación
intelectual. Y en aquélla, la ontología, describe las tres regiones del ser
mencionadas anteriormente y da a conocer, de esta manera, su postura ontológica
del ser.
A continuación
se explicará por separado cada una de estas regiones del ser que constituyen o
conforman la ontología sartriana y la relación de ésta con su ética
existencialista.
El ser en-sí.
Refiriéndose
al ser en-sí, Sartre (1976), lo define de la siguiente manera: “El ser es. El
ser es en-sí. El ser es lo que es. He aquí las tres características que el
examen provisional del fenómeno de ser nos permite asignar al ser de los
fenómenos.” (p. 36). Por otro lado, Cruz Prado (1991), lo define con las
siguientes palabras:
El ser-en-sí es el ser que se nos
presenta, que está ahí afuera, es el ser de las cosa externas. Es macizo e
idéntico a sí mismo: es lo que es, es pura facticidad y nada más. Inerte, opaco
y ciego a sí mismo: no es ante-sí, sino sólo en-sí. Es pura positividad, es lo
que es, y no puede ser nada más,… Carece de toda razón de ser,…, no puede ser
explicado en función de otra cosa…. El ser en-sí, es puro hecho, puro estar
ahí; podemos decir que simplemente es. (p. 188)
Y siguiendo
con este orden de ideas, Jolivet (1970), lo explica de esta manera:
Una plenitud absoluta en que ningún
movimiento es concebible y del que nada se puede decir, sino sólo que es.
Inmóvil, denso, macizo, opaco y tenebroso, el ser, así concebido, no es, en
definitiva, más que el nombre de la materia. (p. 173)
Visto todo lo
anterior, podemos afirmar, con absoluta certeza que el ser en-sí es el ser que
es lo que es, es decir, el ser en-sí es un ser opaco, macizo, cerrado sobre sí
mismo, cerrado tanto por dentro como por fuera, además, lleno de sí mismo. Es
un ser compacto y sin fisura debido a que es un bloque impenetrable que no
tiene relación alguna con lo otro ni con el otro porque está lleno de sí mismo.
El ser en-sí es el ser sin más, es pura y simplemente realidad bruta. El ser
en-sí es el ser que está todo en acto, lleno de ser, tanto por dentro como por
fuera. Esto se debe a que es compacto, idéntico consigo mismo y sin un dentro
que se oponga a un fuera, en otras palabras, no tiene secretos, y no esconde ni
oculta nada porque es una realidad bruta, apretada, una opacidad intrínseca. El
ser en-sí es inerte, cimentado y fundado sobre sí mismo y, a la vez, incapaz de
toda justificación racional, en la que no cabe, insistimos, relación alguna con
lo otro ni con el otro, y, mucho menos, con lo exterior. El ser en-sí, sin
fisura ni hendidura, no tiene ninguna posibilidad de oponerse a un exterior, en
consecuencia, es un ser que no tiene ninguna alteridad y es imposible que la
tenga. A este respecto, sostiene Sartre (1976): “Es plena positividad. No
conoce, pues, la alteridad: no se pone jamás como otro que otro ser; no puede
mantener relación alguna con lo otro. Es definitivamente él mismo y se agota en
siéndolo.” (p. 36)
Como se ha
visto claramente en todo lo expuesto anteriormente en relación a la ontología
sartriana, respecto al ser en-sí, éste se desliza de manera inevitable hacia un
materialismo radical y absoluto.
A esta
consistencia dura, sin fisura, sin hendidura alguna ni alteridad se opone la
conciencia, o mejor, se opone la conciencia de o el ser para-sí.
El ser para-sí.
El ser para-sí
es el ser humano, dicho de otra manera, es el hombre en cuanto tal, y una de
las cosas que caracterizan al hombre es la conciencia, la cual, dice Sartre,
entra en el mundo por una “descompresión del ser”, es decir, una fisura que se
produce en el ser en-sí, por la cual entra la nada al mundo, esta nada es la
conciencia, la que da origen o hace surgir al ser para-sí. Con la conciencia
también entra o se le da cabida a la angustia, la cual siente el hombre al
saber que es libre, que es libertad, y al saberse libre sabe que ésta lo obliga
a actuar, y, al actuar, elige constantemente sus valores en cada situación
concreta que se le presente. Esto debido a que la libertad es el bien supremo,
es decir, el valor máximo sobre el que se fundamentan todos los demás valores.
La libertad es la base o la plataforma sobre la que se construyen todos los
demás valores, a la vez, todos éstos se manifiestan cada vez que el ser para-sí
haga uso ilimitado de su libertad. El ser para-sí, a través de la reflexión,
intenta aprehenderse como objeto pero es incapaz de lograrlo y no lo podrá
conseguir nunca porque es un imposible en el sentido de que no coincide consigo
mismo. Esto se debe a que la coincidencia consigo mismo ha sido sustituida o
desplazada por la conciencia y ésta no es más que libertad absoluta y radical,
libertad considerada como el mayor y el más grande de los bienes, además de ser
la columna vertebral y única fuente de todos los valores, es decir, la columna
ética sobre la cual se construyen los demás valores morales.
En referencia
a la libertad, Foulquié (1973) afirma: “se justifica también por los mismos
principios del existencialismo: si la libertad es el bien supremo, es necesario
plantear unos actos libres, y, en este sentido, más se comprometerá uno a fondo
y más acto moral habrá hecho.” (p. 117). El hombre, por su conciencia, está
condenado a ser libre, pero esto, a la vez, significa que es intrínsecamente
contradictorio debido a que la conciencia es una degradación del ser en-sí y
que el ser para-sí es un ser degradado.
Sartre (1976),
define al ser para-sí de la siguiente manera:
Empero, el para-sí es. Es, se dirá,
aunque más no sea a título de ser que no es lo que es y que es lo que no es….
es, en tanto que está arrojado al mundo, en una “situación”; es, en tanto que
es pura contingencia, en tanto que para él,…, puede plantearse la pregunta
original: “¿Por qué este ser es tal y no de otra manera?” Es, en tanto que en
él algo de que él no es fundamento: su presencia al mundo. (p. 130)
Todo lo
anterior nos lleva a uno de los temas centrales del existencialismo sartriano:
la desgracia de la conciencia. Es una desgracia porque degrada la estructura
compacta y maciza del ser en-sí, es decir, al bloque cerrado y apretado del
en-sí. Así lo confirma Sartre (1976) cuando afirma:
Pero, si el ser en-sí es contingente, se
reasume a sí mismo degradándose en para-sí. Está para perderse en para-sí. En
una palabra, el ser es y no puede sino ser. Pero la posibilidad propia del ser
–la que se revela en el acto nihilizador- es ser fundamento de sí como
conciencia por el acto sacrificial que lo nihíla; el para-sí es el en-sí que se
pierde como en-sí para fundarse como conciencia… El en-si no puede fundar nada;
se funda a sí mismo al darse la modificación del para-sí. (p. 133)
Sartre concibe
la conciencia como una constitutiva negatividad, como una nada, que reside
justamente en no ser y que es algo que está en el seno mismo del ser. La
conciencia es aniquilación, aniquila su propia identidad y produce con ello su
propia nada, presentándose como una “descompresión del ser” que es introducido
subrepticiamente en el ser en-sí haciendo una fisura por la que se infiltra la
nada dando origen al ser para-sí, al mismo tiempo, que penetra en el mundo.
La conciencia
intenta conquistarse, eliminar la nada que la acecha, intenta siempre hallar de
nuevo la plenitud del ser en-sí. El ser para-sí anhela ser, aunque es
nihilidad, pero se angustia ante la amenaza de estar siempre asediado y
sofocado por el ser en-sí. En relación a esto, Bochenski (1975), sostiene lo
siguiente:
Lo que el hombre quiere es convertirse en
un ‘en-sí’ que al mismo tiempo sea su propio fundamento, es decir, un
“en-sí-para-sï”. Con otras palabras, que el hombre quisiera ser Dios. La pasión
del hombre es, en cierto sentido, la inversión de la pasión de Cristo: el
hombre debe morir para que se convierta en Dios. Pero Dios es imposible: un
“en-sí-para-sí” es una contradicción. Con esto tenemos que también el… “para-sí”,
su busca del ser, tiene que fracasar. El hombre es una pasión inútil: l’homme est une passion inutile. (p.
197-198)
Este es el
“proyecto fundamental” que anima todos los actos del hombre, por consiguiente,
el hombre está destinado, mediante sus actividades y acciones, a la desgracia y
al fracaso. En consecuencia, toda empresa humana es vana e inútil porque el
hombre se agota en sus esfuerzos por engendrar un Dios imposible; por tanto,
este anhelo del hombre de ser un en-sí-para-sí desemboca en un fracaso y en un
pesimismo radical y absurdo.
Todo lo
expuesto anteriormente nos lleva a la siguiente conclusión de carácter moral:
el hombre, por su conciencia y por sus actos libres derivados de aquélla, le
produce una angustia desesperante y exasperante por su doble responsabilidad:
es responsable frente a sí mismo y es responsable frente al mundo, dicho en
otras palabras, es responsable de sus actos frente a su conciencia y es
responsable frente a los demás. Además, esto nos lleva también a otra
conclusión moral: es una moral esencialmente humanista, porque el hombre, por
sus actos y actitudes, se declara a sí mismo responsable absoluto de sus
acciones frente a sí y frente a los otros hombres. Ni siquiera la existencia de
Dios lo justifica ya que éste no puede hacer posible su existencia porque es un
imposible y, a la vez, una contradicción dentro de la horizontalidad y la
imposibilidad vertical moral de Sartre.
El ser para-otro.
En el
escenario ontológico sartriano el ser para sí descubre que él no es la única
conciencia que existe, sino que existen varios ser para-sí, es decir, existen
varias conciencias, y si la conciencia, para Sartre, es sinónimo de libertad,
entonces existen multitud de libertades, en las que una de éstas trata de
conquistar y someter a las otras, pero, a la vez, el otro para-sí reacciona y
se enfrenta al para-sí que los quiere someter y reducir a cosa. Esta situación
origina una hostilidad que desencadena en una rivalidad entre estos dos seres
con conciencia y con libertad, dicho de otra manera, esta rivalidad se convierte
en una fuente inagotable de hostigamiento entre los hombres.
Este panorama
revierte gran relevancia mediante dos conductas del ser para-sí en relación al
ser para-otro. Estos dos actos del ser para-sí se ponen de manifiesto mediante
dos acciones ordinarias de la vida cotidiana pero que son elevadas a rango
filosófico gracias al abordaje reflexivo de Sartre; Estos dos temas, elevados a
categorías filosóficas, por los que se enfrentan los seres con conciencia, es
decir los para-sí, son, a saber: la mirada y la vergüenza.
Por la mirada,
el ser para-sí, trata de objetivar al otro ser para-sí intentando reducirlo a
objeto, a cosa, dicho con otras palabras, pretende cosificar al otro para
convertirlo en un ser para-otro.
Con la mirada,
el ser para-sí quiere dominar al otro, someterlo, reducirlo a objeto; pero
luego, inmediatamente, el ser para-otro reacciona y es, en este momento, en que
surge un enfrentamiento, una lucha sicológica, en la que un ser para-sí quiere
dominar al otro ser para-sí, se produce, pues, una lucha en la que una libertad
quiere conquistar y someter a la otra. Aquí nace una hostilidad y una contienda
permanente entre un ser para-sí que pretende imponerse a otro ser para-sí,
surgiendo de esta situación un ser para-otro. Pero luego éste reacciona y, al
mismo tiempo, trata de hacer con el otro para-sí lo que éste quiso hacer con
él. De ahí emerge entre ambos un enfrentamiento radical con la finalidad de ver
quien domina a quien y quien sale triunfante de esta rivalidad. Por este motivo
es natural que la relación de los para-sí sea una relación de hostilidad dando
origen a enemistades tan arraigadas siempre en el corazón de los hombres. Como
se ha dicho anteriormente, con la mirada, el ser para-sí trata de reducir al
otro ser para-sí en un ser para-otro, siempre con la intención de restringirlo
a cosa, a objeto, y para este cometido buscará anularlo despojándolo de su
libertad.
Al respecto,
Fischl (1980), sostiene:
Llegamos al otro por la mirada, que en
los dramas de Sartre, hace un gran papel. Por mí mismo, sólo soy libertad
subjetiva. Pero, apenas me mira el otro, me convierto para él en un objeto, el
otro dispone de mí, me subyuga. Pero también yo trato de objetivar y dominar al
otro por mi mirada. Por eso, la relación fundamental entre los hombres es la
enemistad. (p. 512)
Y por su
parte, Bochenski (1975), afirma:
Por lo tanto, no puede haber más que una
relación fundamental entre los para-sí: ambos tratan de convertirse
recíprocamente en objeto. Claro que no es cuestión de matarlo, por ejemplo; el
para-sí quiere dominar al otro como libertad…. Pero todo esto termina y tiene
que terminar necesariamente en el fracaso, porque la finalidad es
contradictoria. Por lo tanto,… se halla abocado al fracaso. (p. 196-197)
Como se puede
notar, en líneas más arriba, aquí aparecen las consecuencias morales que se
fundamentan por las actitudes y las actividades entre el ser para-sí y el ser
para-otro. En primer lugar, el choque violento entre estas dos conciencias: la
dominación y el sometimiento de la voluntad del ser para-otro a la voluntad del
ser para-sí, despojándolo de su libertad, considerada ésta como el valor
supremo y la única fuente de todos los valores. En segundo lugar, la pretensión
del ser para-sí de querer reducir al ser para-otro en objeto, en cosa,
arrebatándole otro de los valores máximos del ser humano: su condición de
persona. Por un lado, se da una deshumanización debido a que insiste
permanentemente en reducirlo a objeto; por otro lado, uno de los para-sí al
querer someter al otro para-sí lo despoja de su libertad, su bien máximo, en
consecuencia, de todos sus valores, llegándolo a convertir en un ser para-otro.
Al convertirlo en un ser para-otro pierde totalmente su identidad, ya no es más
un ser para-sí, es más un ser para-otro. En tercer lugar, el ser para-sí al
desear reducir al ser para-otro a su propia identidad, a un ser en-sí pero no
lo consigue y no sucede debido a que, a su vez, el ser para-otro reacciona y no
accede a las intenciones del ser para-sí; de aquí se desprende otra conclusión
de carácter moral: es una lucha inmoral y sin cuartel por el control del uno
sobre el otro y viceversa, dando origen a una batalla campal y sin tregua, una
guerra absurda y sin descanso que procura someter al otro sin otro motivo que
sojuzgarlo y, sin más, irrespetando la dignidad del ser para-otro. Hasta aquí,
para finalizar este apartado, se ha hecho una reflexión filosófica acerca de la
mirada sartriana, ahora se hará el abordaje de otra conducta moral que media
entre el ser para-sí y el ser para-otro: la vergüenza.
El ser
para-sí, también con su mirada, trata de intimidar y desnudar al ser para-otro
con la única finalidad que éste se sienta avergonzado.
En lo que
concierne a la vergüenza se puede afirmar que toda mirada produce en el otro
ser una vergüenza, debido a que aquélla origina, sicológicamente, como la
desnudez del otro. El ser para-sí, con su mirada inquisidora, hace sentir
vergüenza al ser para-otro, éste se siente como paralizado, perturbado y, sobre
todo, petrificado, ya que el ser para-sí busca reducir al ser para-otro en
objeto, procura objetivarlo. El ser para-sí que insiste en que el ser para-otro
sienta vergüenza lo hace con el propósito de despojarlo de su ser para-sí y
obligarlo a ser un ser para-otro, de tal manera, que lo deja al descubierto y
desalmado, sin conciencia y sin libertad porque éstas han sido conquistadas y
reducidas a la nada, a cosa; en consecuencia el ser para-otro, sin defensa
alguna, convertido en un en-sí, queda al desnudo, mostrando su vergüenza. Y
esta experiencia la experimenta el ser para-otro al ser visto, mirado y, por
último, objetivado.
Refiriéndose a
la vergüenza sartriana, Jolivet (1975), lo afirma de la siguiente manera:
La vergüenza me descubre un defecto de mi
ser… ya que el sentimiento de vergüenza
se halla siempre ligado al hecho de ser
visto… Soy tal como otro me ve, es decir, que, en mi vergüenza, soy un ser
para-otro: es un aspecto de mí mismo, es mi sí-ante-otro.
(p. 226)
Como se lee en
la cita anterior, la vergüenza moral se origina o tiene su punto de partida por
el solo “hecho de ser visto”, mirado tal cual es en toda su dimensión como ser,
transformado por la mirada y la vergüenza, en ser para-otro. La vergüenza hace
sentir la desnudez moral del ser para-otro, tanto física como sicológicamente,
dejándolo en un estado absoluto de indefensión que el ser para-sí aprovecha
para conquistarlo y dominarlo, logrando de esta manera su cometido y,
moralmente, su fin.
Para concluir,
se puede afirmar que el ser en-sí es macizo, sólido, compacto, cerrado sobre sí
mismo y sin alteridad alguna o vínculo moral con otro ser, es decir, no tiene
relación de alteridad con el otro ni con los otros, de tal manera que no da
cabida para una reflexión ética ya que no ejecuta actos de carácter moral
debido a que es un ser estático e idéntico a sí mismo, en otras palabras, es un
ser inerme e inerte. Pero este ser en-sí sufre una radical transformación que
da origen al ser para-sí, un ser con conciencia y que, en consecuencia, actúa,
es decir, ejecuta actos y acciones morales.
El ser en-sí
sufre una descompresión de ser, es decir, el ser en-sí como bloque compacto
padece una perforación en la que se abre una especie de grieta, una hendidura
por donde entra o se infiltra la nada, y esta nada es la conciencia del hombre,
que no es más que una degradación del ser para-sí, una desgracia, debido a que
ésta, la nada, llena de angustia y desesperación al ser para-sí al saberse
absolutamente condenado a ser libre. Esta conciencia de libertad lo obliga a
actuar y es tal la presión que no puede dejar de hacerlo y, en este sentido, el
ser para-sí, por su conciencia y su libertad, está obligado a actuar, mediante
sus actos, y a elegir, sin ninguna alternativa, los valores que cada situación
le presente, dicho en otras palabras, cada vez que el ser para-sí se encuentra
actuando en una determinada situación concreta y limitada tiene que crear,
elegir y poner en práctica sus propios valores, los cuales son absolutamente
subjetivos y, de esta manera, tiene que hacer uso ilimitado de su libertad, que
es el valor y el bien máximo que posee como ser; además, la libertad es el
fundamento y la única fuente de todos sus valores, lo que quiere decir que para
Sartre no existen valores absolutos ni eternos. Cada para-sí, mediante sus
actos, es creador y portador de sus propios valores, y éstos son originados de
acuerdo a cada acto libre y moral que realice el ser para-sí.
En relación al
ser para-otro, se pone de manifiesto el choque de dos conciencias que tratan de
dominarse, de poseerse y conquistarse, a través de la mirada, como libertad y
como objeto con el fin de dominar al otro ser para-sí y convertirlo en un ser
para-otro. Y sobre la base de estas conclusiones éticas de la metafísica
existencialista de Sartre se puede afirmar, con toda la claridad meridiana, que
existe una ética sartriana que tiene como fundamento la conciencia y la
libertad, o mejor, la conciencia de libertad del ser para-sí, la cual es considerada
por el famoso pensador francés como la base, el fundamento y la columna
vertebral de todos los valores, lo que lleva a afirmar la última conclusión
ética: la existencia existencialista de una ética de los valores.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
Bochenski, I.M (1975). La Filosofía actual. México: F.C.E.
Cruz Prados, A. (1991). Historia de la Filosofía Contemporánea.
Pamplona: Edic. Universidad de Navara, S.A. (EUNSA)
Firchl, Jonann. (1980). Manual de Historia de la Filosofía. Barcelona:
Edit. Herder
Foulquié, P. (1973). El existencialismo. Barcelona: Edic. Oikos-Tau,
S.A.
Jolivet, R. (1970). Las Doctrinas Existencialistas. Madrid: Edit.
Gredos
Sartre, J.P. (1976). El Ser y la Nada. Buenos Aires: Losada, S.A.
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