miércoles, 17 de mayo de 2017

LA BATALLA DEFINITIVA ENTRE EL BIEN Y EL MAL




Dr. Gustavo Fernández Colón
Correo: fernandezcolon@gmail.com


  Imagen relacionada 
 Cilindro mesopotámico (c. siglos IX-VIII a.C.) que muestra la batalla entre 
 Marduk y la gran serpiente-dragón Tiamat




"Ya no hay diferencia entre judío y griego,
entre esclavo y hombre libre;
no se hace diferencia entre hombre y mujer,
pues todos ustedes son uno solo en Cristo Jesús."
Gálatas 3, 28.

Las tradiciones espirituales del Medio Oriente transmitieron durante milenios una cosmovisión dualista, según la cual el Universo está conformado por dos seres o sustancias primordiales, una benigna y otra maligna, enfrentadas en combate por toda la eternidad: Anu y Kur entre los sumerios, el mito asirio de Marduk y Tiamat, Ahura Mazda y Arhimán en el zoroastrismo…

En las religiones abrahámicas (judaísmo, cristianismo e islam) y en otros sistemas antiguos de creencias como el mazdeísmo, el maniqueísmo y el gnosticismo, la confrontación entre el Bien y el Mal concluye en una Batalla Final, donde las fuerzas divinas de la Luz derrotan a la Oscuridad. Se trata del mítico "Final de los Tiempos", narrado en numerosos relatos proféticos conocidos como "Apocalipsis".

El monoteísmo judío, cristiano y musulmán, al identificar a Dios con el Bien, se distanció del dualismo ontológico de los gnósticos y maniqueos. En las especulaciones teológicas más próximas al neoplatonismo, el Mal fue identificado con la Nada (el No Ser) o con el alejamiento de la fuente de la Luz Divina. Mientras que en las corrientes más fieles a la mitología hebrea, el Maligno pasó a ser una entidad creada por Dios y subordinada a su voluntad. En efecto, Satán es un ángel, como lo ilustra el libro de Job, encargado originalmente de tentar a los hombres piadosos y acusarlos ante Dios. Luego se convertirá en el cabecilla de las huestes de espíritus rebeldes, que serán combatidas -y finalmente derrotadas- por los ángeles fieles comandados por Miguel.

En el Apocalipsis bíblico de Juan, el adversario del Mesías en la Batalla Final no es un ser divino sino un hombre mortal, el Anticristo, descrito como un tirano megalómano y sanguinario en el que se ha encarnado el Mal absoluto. Pero a pesar de la supremacía indiscutible del Dios Bueno, el imaginario escatológico del judeo-cristianismo continuó compartiendo con las antiguas religiones del Medio Oriente, la creencia en que el Mal ontológico se manifiesta en la historia humana, para disputarle a Dios su predominio sobre las almas y el Mundo.

En la Edad Media cristiana, a medida que caducaron las fechas anunciadas por diversos intérpretes de las profecías, sin que se produjera el segundo advenimiento del Mesías y su combate final con el Anticristo, la concepción histórico-escatológica del Mal comenzó a perder fuerza y a ser desplazada por una visión más psicológica o subjetiva del dualismo primordial.

Pueden distinguirse en consecuencia, en este vasto panorama, tres grandes etapas en la evolución de la concepción medio-oriental del Mal: a) el dualismo ontológico de las dos sustancias originarias constitutivas del cosmos; b) el Mal como instrumento de la voluntad de Dios dentro de la historia de la salvación; y c) el Mal como propensión psíquica que desvía el alma humana hacia el error y el pecado.

En esta tercera y última fase, corresponderá a los místicos librar, en el campo de batalla de su propia psiquis, una lucha sin cuartel contra las entidades demoníacas. Sobre todo los jasidistas judíos, los sufíes musulmanes y los místicos cristianos experimentarán en carne propia los ataques del Maligno, contra el Espíritu Santo que también habita en las profundidades del alma. Incluso en pleno siglo XX, una mística italiana como Gema Galgani, canonizada por el catolicismo cuatro décadas después de su muerte, fue sometida en vida a terribles exorcismos para ser "liberada de los lazos del Diablo", en su tortuoso camino hacia la santidad espiritual.

Cabe destacar que las sucesivas metamorfosis del simbolismo del Bien y el Mal, no lograron extinguir por completo los mitos arcaicos imperantes en los ciclos precedentes. Al contrario, tanto el dualismo ontológico de origen asirio-babilónico como el fanatismo apocalíptico de los milenaristas medievales, permanecieron latentes en las profundidades del psiquismo colectivo del Medio Oriente y de la Cristiandad, hasta que nuevas crisis históricas propiciaron el "retorno de lo reprimido". Los fundamentalismos religiosos y los extremismos políticos surgidos en el siglo XX (como el fascismo alemán, el comunismo ruso, el shiísmo iranio o la Guerra contra el Terror estadounidense), ilustran la persistencia de nuestra propensión atávica al sectarismo intolerante y la aniquilación del Otro.

Para la escatología apocalíptica, el Mal está encarnado en el tirano de los últimos días y sus secuaces. El "combate final" ha de librarse en la exterioridad del Mundo, contra el poder despótico de los apóstatas, manifestado objetivamente en las estructuras opresivas de la historia. Se trata, todavía, de un resabio antropologizado del Mal ontológico del dualismo arcaico. El mundo humano está dividido en dos bandos irreconciliables, los seguidores de Cristo y los siervos del Anticristo, que el plan de Dios enfrentará en una guerra total, donde los justos combatirán confiados en la promesa de su triunfo definitivo sobre la injusticia.

Pero en vista del descrédito que el paso del tiempo arrojó sobre las cosmovisiones mesiánicas y apocalípticas y la difusión alcanzada por las concepciones psicológicas de la salvación, el pensamiento dualista comenzó a ser denunciado como la raíz profunda del Mal, en la mente y el corazón del ser humano.   

La derrota del Mal será experimentada, desde entonces, como vivencia amorosa de la no-dualidad del Ser, en la mística jasídica, en la espiritualidad de Rumi y Abenarabi entre los sufíes y en los éxtasis cristianos de Pablo de Tarso, Agustín de Hipona, Francisco de Asís y Juan de la Cruz, entre otros muchos.

Para quienes cruzan el desierto de esta transformación interior, el Mal ya no puede ser identificado con una “raza inferior” como lo pretendieron los nazis; ni con la clase burguesa dominante como lo postulan los intérpretes sectarios del marxismo; ni con los pobres del Tercer Mundo como lo sostienen las élites ultraliberales del Occidente opulento. Cuando el Anticristo interior es desarmado por el Amor Divino, desaparecen la contradicción y el conflicto; pues se percibe claramente que el pecado original es el pensamiento dualista, desencadenante del odio contra quienes consideramos erróneamente nuestros enemigos. Y queda al descubierto que la caída luciferina de la razón consiste justamente en la ontologización del Bien y el Mal que, a lo largo de la historia, ha servido de coartada para la guerra fratricida y el exterminio del Otro.

BIBLIOGRAFÍA CONSULTADA

McGinn, Bernard (1997). El Anticristo. Dos milenios de fascinación humana por el mal. Barcelona: Paidós.
Ricoeur, Paul (2004). Le mal. Un défi à la philosophie et à la théologie (Troisième édition). Paris: Labor et fides.
Walker, Joseph (2002). Antiguas civilizaciones de Mesopotamia. España: Edimat Libros.





martes, 28 de marzo de 2017

SER Y ÉTICA EN LA FILOSOFÍA DE JEAN PAUL SARTRE



MSc. Francisco Mota

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El objeto de este artículo es caracterizar desde el punto de vista ético las tres regiones del ser en el pensamiento ontológico de Jean Paul Sartre, a saber: el ser en-sí, el ser para-sí y el ser para-otro, con el fin de determinar que uno de ellos representa la conciencia (ser para-sí), el cual, en ejercicio de sus ilimitada libertad da origen a una ética específica y concreta: la ética sartriana; además de la relación inevitable que se produce en los para-sí, en los que cada uno asume una determinada conducta respecto al otro, lo que da origen al encuentro o al enfrentamiento entre las dos conciencias.

En la introducción a El Ser y La Nada, que tiene como subtítulo Ensayo de una ontología fenomenológica, se puede percibir el gran esfuerzo intelectual que hace Sartre para esclarecer y aclarar, filosóficamente, el paso de la ontología a la fenomenología, cosa que logra después de una brillante disertación intelectual. Y en aquélla, la ontología, describe las tres regiones del ser mencionadas anteriormente y da a conocer, de esta manera, su postura ontológica del ser.

A continuación se explicará por separado cada una de estas regiones del ser que constituyen o conforman la ontología sartriana y la relación de ésta con su ética existencialista.

El ser en-sí.

Refiriéndose al ser en-sí, Sartre (1976), lo define de la siguiente manera: “El ser es. El ser es en-sí. El ser es lo que es. He aquí las tres características que el examen provisional del fenómeno de ser nos permite asignar al ser de los fenómenos.” (p. 36). Por otro lado, Cruz Prado (1991), lo define con las siguientes palabras:

El ser-en-sí es el ser que se nos presenta, que está ahí afuera, es el ser de las cosa externas. Es macizo e idéntico a sí mismo: es lo que es, es pura facticidad y nada más. Inerte, opaco y ciego a sí mismo: no es ante-sí, sino sólo en-sí. Es pura positividad, es lo que es, y no puede ser nada más,… Carece de toda razón de ser,…, no puede ser explicado en función de otra cosa…. El ser en-sí, es puro hecho, puro estar ahí; podemos decir que simplemente es. (p. 188)
Y siguiendo con este orden de ideas, Jolivet (1970), lo explica de esta manera:
Una plenitud absoluta en que ningún movimiento es concebible y del que nada se puede decir, sino sólo que es. Inmóvil, denso, macizo, opaco y tenebroso, el ser, así concebido, no es, en definitiva, más que el nombre de la materia. (p. 173)
Visto todo lo anterior, podemos afirmar, con absoluta certeza que el ser en-sí es el ser que es lo que es, es decir, el ser en-sí es un ser opaco, macizo, cerrado sobre sí mismo, cerrado tanto por dentro como por fuera, además, lleno de sí mismo. Es un ser compacto y sin fisura debido a que es un bloque impenetrable que no tiene relación alguna con lo otro ni con el otro porque está lleno de sí mismo. El ser en-sí es el ser sin más, es pura y simplemente realidad bruta. El ser en-sí es el ser que está todo en acto, lleno de ser, tanto por dentro como por fuera. Esto se debe a que es compacto, idéntico consigo mismo y sin un dentro que se oponga a un fuera, en otras palabras, no tiene secretos, y no esconde ni oculta nada porque es una realidad bruta, apretada, una opacidad intrínseca. El ser en-sí es inerte, cimentado y fundado sobre sí mismo y, a la vez, incapaz de toda justificación racional, en la que no cabe, insistimos, relación alguna con lo otro ni con el otro, y, mucho menos, con lo exterior. El ser en-sí, sin fisura ni hendidura, no tiene ninguna posibilidad de oponerse a un exterior, en consecuencia, es un ser que no tiene ninguna alteridad y es imposible que la tenga. A este respecto, sostiene Sartre (1976): “Es plena positividad. No conoce, pues, la alteridad: no se pone jamás como otro que otro ser; no puede mantener relación alguna con lo otro. Es definitivamente él mismo y se agota en siéndolo.” (p. 36)

Como se ha visto claramente en todo lo expuesto anteriormente en relación a la ontología sartriana, respecto al ser en-sí, éste se desliza de manera inevitable hacia un materialismo radical y absoluto.

A esta consistencia dura, sin fisura, sin hendidura alguna ni alteridad se opone la conciencia, o mejor, se opone la conciencia de o el ser para-sí.

El ser para-sí.

El ser para-sí es el ser humano, dicho de otra manera, es el hombre en cuanto tal, y una de las cosas que caracterizan al hombre es la conciencia, la cual, dice Sartre, entra en el mundo por una “descompresión del ser”, es decir, una fisura que se produce en el ser en-sí, por la cual entra la nada al mundo, esta nada es la conciencia, la que da origen o hace surgir al ser para-sí. Con la conciencia también entra o se le da cabida a la angustia, la cual siente el hombre al saber que es libre, que es libertad, y al saberse libre sabe que ésta lo obliga a actuar, y, al actuar, elige constantemente sus valores en cada situación concreta que se le presente. Esto debido a que la libertad es el bien supremo, es decir, el valor máximo sobre el que se fundamentan todos los demás valores. La libertad es la base o la plataforma sobre la que se construyen todos los demás valores, a la vez, todos éstos se manifiestan cada vez que el ser para-sí haga uso ilimitado de su libertad. El ser para-sí, a través de la reflexión, intenta aprehenderse como objeto pero es incapaz de lograrlo y no lo podrá conseguir nunca porque es un imposible en el sentido de que no coincide consigo mismo. Esto se debe a que la coincidencia consigo mismo ha sido sustituida o desplazada por la conciencia y ésta no es más que libertad absoluta y radical, libertad considerada como el mayor y el más grande de los bienes, además de ser la columna vertebral y única fuente de todos los valores, es decir, la columna ética sobre la cual se construyen los demás valores morales.

En referencia a la libertad, Foulquié (1973) afirma: “se justifica también por los mismos principios del existencialismo: si la libertad es el bien supremo, es necesario plantear unos actos libres, y, en este sentido, más se comprometerá uno a fondo y más acto moral habrá hecho.” (p. 117). El hombre, por su conciencia, está condenado a ser libre, pero esto, a la vez, significa que es intrínsecamente contradictorio debido a que la conciencia es una degradación del ser en-sí y que el ser para-sí es un ser degradado.

Sartre (1976), define al ser para-sí de la siguiente manera:
Empero, el para-sí es. Es, se dirá, aunque más no sea a título de ser que no es lo que es y que es lo que no es…. es, en tanto que está arrojado al mundo, en una “situación”; es, en tanto que es pura contingencia, en tanto que para él,…, puede plantearse la pregunta original: “¿Por qué este ser es tal y no de otra manera?” Es, en tanto que en él algo de que él no es fundamento: su presencia al mundo. (p. 130)
Todo lo anterior nos lleva a uno de los temas centrales del existencialismo sartriano: la desgracia de la conciencia. Es una desgracia porque degrada la estructura compacta y maciza del ser en-sí, es decir, al bloque cerrado y apretado del en-sí. Así lo confirma Sartre (1976) cuando afirma:

Pero, si el ser en-sí es contingente, se reasume a sí mismo degradándose en para-sí. Está para perderse en para-sí. En una palabra, el ser es y no puede sino ser. Pero la posibilidad propia del ser –la que se revela en el acto nihilizador- es ser fundamento de sí como conciencia por el acto sacrificial que lo nihíla; el para-sí es el en-sí que se pierde como en-sí para fundarse como conciencia… El en-si no puede fundar nada; se funda a sí mismo al darse la modificación del para-sí. (p. 133)
Sartre concibe la conciencia como una constitutiva negatividad, como una nada, que reside justamente en no ser y que es algo que está en el seno mismo del ser. La conciencia es aniquilación, aniquila su propia identidad y produce con ello su propia nada, presentándose como una “descompresión del ser” que es introducido subrepticiamente en el ser en-sí haciendo una fisura por la que se infiltra la nada dando origen al ser para-sí, al mismo tiempo, que penetra en el mundo.

La conciencia intenta conquistarse, eliminar la nada que la acecha, intenta siempre hallar de nuevo la plenitud del ser en-sí. El ser para-sí anhela ser, aunque es nihilidad, pero se angustia ante la amenaza de estar siempre asediado y sofocado por el ser en-sí. En relación a esto, Bochenski (1975), sostiene lo siguiente:

Lo que el hombre quiere es convertirse en un ‘en-sí’ que al mismo tiempo sea su propio fundamento, es decir, un “en-sí-para-sï”. Con otras palabras, que el hombre quisiera ser Dios. La pasión del hombre es, en cierto sentido, la inversión de la pasión de Cristo: el hombre debe morir para que se convierta en Dios. Pero Dios es imposible: un “en-sí-para-sí” es una contradicción. Con esto tenemos que también el… “para-sí”, su busca del ser, tiene que fracasar. El hombre es una pasión inútil: l’homme est une passion inutile. (p. 197-198)
Este es el “proyecto fundamental” que anima todos los actos del hombre, por consiguiente, el hombre está destinado, mediante sus actividades y acciones, a la desgracia y al fracaso. En consecuencia, toda empresa humana es vana e inútil porque el hombre se agota en sus esfuerzos por engendrar un Dios imposible; por tanto, este anhelo del hombre de ser un en-sí-para-sí desemboca en un fracaso y en un pesimismo radical y absurdo.

Todo lo expuesto anteriormente nos lleva a la siguiente conclusión de carácter moral: el hombre, por su conciencia y por sus actos libres derivados de aquélla, le produce una angustia desesperante y exasperante por su doble responsabilidad: es responsable frente a sí mismo y es responsable frente al mundo, dicho en otras palabras, es responsable de sus actos frente a su conciencia y es responsable frente a los demás. Además, esto nos lleva también a otra conclusión moral: es una moral esencialmente humanista, porque el hombre, por sus actos y actitudes, se declara a sí mismo responsable absoluto de sus acciones frente a sí y frente a los otros hombres. Ni siquiera la existencia de Dios lo justifica ya que éste no puede hacer posible su existencia porque es un imposible y, a la vez, una contradicción dentro de la horizontalidad y la imposibilidad vertical moral de Sartre.

El ser para-otro.

En el escenario ontológico sartriano el ser para sí descubre que él no es la única conciencia que existe, sino que existen varios ser para-sí, es decir, existen varias conciencias, y si la conciencia, para Sartre, es sinónimo de libertad, entonces existen multitud de libertades, en las que una de éstas trata de conquistar y someter a las otras, pero, a la vez, el otro para-sí reacciona y se enfrenta al para-sí que los quiere someter y reducir a cosa. Esta situación origina una hostilidad que desencadena en una rivalidad entre estos dos seres con conciencia y con libertad, dicho de otra manera, esta rivalidad se convierte en una fuente inagotable de hostigamiento entre los hombres.

Este panorama revierte gran relevancia mediante dos conductas del ser para-sí en relación al ser para-otro. Estos dos actos del ser para-sí se ponen de manifiesto mediante dos acciones ordinarias de la vida cotidiana pero que son elevadas a rango filosófico gracias al abordaje reflexivo de Sartre; Estos dos temas, elevados a categorías filosóficas, por los que se enfrentan los seres con conciencia, es decir los para-sí, son, a saber: la mirada y la vergüenza.

Por la mirada, el ser para-sí, trata de objetivar al otro ser para-sí intentando reducirlo a objeto, a cosa, dicho con otras palabras, pretende cosificar al otro para convertirlo en un ser para-otro.

Con la mirada, el ser para-sí quiere dominar al otro, someterlo, reducirlo a objeto; pero luego, inmediatamente, el ser para-otro reacciona y es, en este momento, en que surge un enfrentamiento, una lucha sicológica, en la que un ser para-sí quiere dominar al otro ser para-sí, se produce, pues, una lucha en la que una libertad quiere conquistar y someter a la otra. Aquí nace una hostilidad y una contienda permanente entre un ser para-sí que pretende imponerse a otro ser para-sí, surgiendo de esta situación un ser para-otro. Pero luego éste reacciona y, al mismo tiempo, trata de hacer con el otro para-sí lo que éste quiso hacer con él. De ahí emerge entre ambos un enfrentamiento radical con la finalidad de ver quien domina a quien y quien sale triunfante de esta rivalidad. Por este motivo es natural que la relación de los para-sí sea una relación de hostilidad dando origen a enemistades tan arraigadas siempre en el corazón de los hombres. Como se ha dicho anteriormente, con la mirada, el ser para-sí trata de reducir al otro ser para-sí en un ser para-otro, siempre con la intención de restringirlo a cosa, a objeto, y para este cometido buscará anularlo despojándolo de su libertad.

Al respecto, Fischl (1980), sostiene:

Llegamos al otro por la mirada, que en los dramas de Sartre, hace un gran papel. Por mí mismo, sólo soy libertad subjetiva. Pero, apenas me mira el otro, me convierto para él en un objeto, el otro dispone de mí, me subyuga. Pero también yo trato de objetivar y dominar al otro por mi mirada. Por eso, la relación fundamental entre los hombres es la enemistad. (p. 512)
Y por su parte, Bochenski (1975), afirma:

Por lo tanto, no puede haber más que una relación fundamental entre los para-sí: ambos tratan de convertirse recíprocamente en objeto. Claro que no es cuestión de matarlo, por ejemplo; el para-sí quiere dominar al otro como libertad…. Pero todo esto termina y tiene que terminar necesariamente en el fracaso, porque la finalidad es contradictoria. Por lo tanto,… se halla abocado al fracaso. (p. 196-197)
Como se puede notar, en líneas más arriba, aquí aparecen las consecuencias morales que se fundamentan por las actitudes y las actividades entre el ser para-sí y el ser para-otro. En primer lugar, el choque violento entre estas dos conciencias: la dominación y el sometimiento de la voluntad del ser para-otro a la voluntad del ser para-sí, despojándolo de su libertad, considerada ésta como el valor supremo y la única fuente de todos los valores. En segundo lugar, la pretensión del ser para-sí de querer reducir al ser para-otro en objeto, en cosa, arrebatándole otro de los valores máximos del ser humano: su condición de persona. Por un lado, se da una deshumanización debido a que insiste permanentemente en reducirlo a objeto; por otro lado, uno de los para-sí al querer someter al otro para-sí lo despoja de su libertad, su bien máximo, en consecuencia, de todos sus valores, llegándolo a convertir en un ser para-otro. Al convertirlo en un ser para-otro pierde totalmente su identidad, ya no es más un ser para-sí, es más un ser para-otro. En tercer lugar, el ser para-sí al desear reducir al ser para-otro a su propia identidad, a un ser en-sí pero no lo consigue y no sucede debido a que, a su vez, el ser para-otro reacciona y no accede a las intenciones del ser para-sí; de aquí se desprende otra conclusión de carácter moral: es una lucha inmoral y sin cuartel por el control del uno sobre el otro y viceversa, dando origen a una batalla campal y sin tregua, una guerra absurda y sin descanso que procura someter al otro sin otro motivo que sojuzgarlo y, sin más, irrespetando la dignidad del ser para-otro. Hasta aquí, para finalizar este apartado, se ha hecho una reflexión filosófica acerca de la mirada sartriana, ahora se hará el abordaje de otra conducta moral que media entre el ser para-sí y el ser para-otro: la vergüenza.

El ser para-sí, también con su mirada, trata de intimidar y desnudar al ser para-otro con la única finalidad que éste se sienta avergonzado.

En lo que concierne a la vergüenza se puede afirmar que toda mirada produce en el otro ser una vergüenza, debido a que aquélla origina, sicológicamente, como la desnudez del otro. El ser para-sí, con su mirada inquisidora, hace sentir vergüenza al ser para-otro, éste se siente como paralizado, perturbado y, sobre todo, petrificado, ya que el ser para-sí busca reducir al ser para-otro en objeto, procura objetivarlo. El ser para-sí que insiste en que el ser para-otro sienta vergüenza lo hace con el propósito de despojarlo de su ser para-sí y obligarlo a ser un ser para-otro, de tal manera, que lo deja al descubierto y desalmado, sin conciencia y sin libertad porque éstas han sido conquistadas y reducidas a la nada, a cosa; en consecuencia el ser para-otro, sin defensa alguna, convertido en un en-sí, queda al desnudo, mostrando su vergüenza. Y esta experiencia la experimenta el ser para-otro al ser visto, mirado y, por último, objetivado.

Refiriéndose a la vergüenza sartriana, Jolivet (1975), lo afirma de la siguiente manera:
La vergüenza me descubre un defecto de mi ser… ya que el sentimiento de vergüenza  se halla siempre ligado al hecho de ser visto… Soy tal como otro me ve, es decir, que, en mi vergüenza, soy un ser para-otro: es un aspecto de mí mismo, es mi sí-ante-otro. (p. 226)
Como se lee en la cita anterior, la vergüenza moral se origina o tiene su punto de partida por el solo “hecho de ser visto”, mirado tal cual es en toda su dimensión como ser, transformado por la mirada y la vergüenza, en ser para-otro. La vergüenza hace sentir la desnudez moral del ser para-otro, tanto física como sicológicamente, dejándolo en un estado absoluto de indefensión que el ser para-sí aprovecha para conquistarlo y dominarlo, logrando de esta manera su cometido y, moralmente, su fin.

Para concluir, se puede afirmar que el ser en-sí es macizo, sólido, compacto, cerrado sobre sí mismo y sin alteridad alguna o vínculo moral con otro ser, es decir, no tiene relación de alteridad con el otro ni con los otros, de tal manera que no da cabida para una reflexión ética ya que no ejecuta actos de carácter moral debido a que es un ser estático e idéntico a sí mismo, en otras palabras, es un ser inerme e inerte. Pero este ser en-sí sufre una radical transformación que da origen al ser para-sí, un ser con conciencia y que, en consecuencia, actúa, es decir, ejecuta actos y acciones morales.

El ser en-sí sufre una descompresión de ser, es decir, el ser en-sí como bloque compacto padece una perforación en la que se abre una especie de grieta, una hendidura por donde entra o se infiltra la nada, y esta nada es la conciencia del hombre, que no es más que una degradación del ser para-sí, una desgracia, debido a que ésta, la nada, llena de angustia y desesperación al ser para-sí al saberse absolutamente condenado a ser libre. Esta conciencia de libertad lo obliga a actuar y es tal la presión que no puede dejar de hacerlo y, en este sentido, el ser para-sí, por su conciencia y su libertad, está obligado a actuar, mediante sus actos, y a elegir, sin ninguna alternativa, los valores que cada situación le presente, dicho en otras palabras, cada vez que el ser para-sí se encuentra actuando en una determinada situación concreta y limitada tiene que crear, elegir y poner en práctica sus propios valores, los cuales son absolutamente subjetivos y, de esta manera, tiene que hacer uso ilimitado de su libertad, que es el valor y el bien máximo que posee como ser; además, la libertad es el fundamento y la única fuente de todos sus valores, lo que quiere decir que para Sartre no existen valores absolutos ni eternos. Cada para-sí, mediante sus actos, es creador y portador de sus propios valores, y éstos son originados de acuerdo a cada acto libre y moral que realice el ser para-sí.

En relación al ser para-otro, se pone de manifiesto el choque de dos conciencias que tratan de dominarse, de poseerse y conquistarse, a través de la mirada, como libertad y como objeto con el fin de dominar al otro ser para-sí y convertirlo en un ser para-otro. Y sobre la base de estas conclusiones éticas de la metafísica existencialista de Sartre se puede afirmar, con toda la claridad meridiana, que existe una ética sartriana que tiene como fundamento la conciencia y la libertad, o mejor, la conciencia de libertad del ser para-sí, la cual es considerada por el famoso pensador francés como la base, el fundamento y la columna vertebral de todos los valores, lo que lleva a afirmar la última conclusión ética: la existencia existencialista de una ética de los valores.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

Bochenski, I.M (1975). La Filosofía actual. México: F.C.E.

Cruz Prados, A. (1991). Historia de la Filosofía Contemporánea. Pamplona: Edic. Universidad de Navara, S.A. (EUNSA)

Firchl, Jonann. (1980). Manual de Historia de la Filosofía. Barcelona: Edit. Herder

Foulquié, P. (1973). El existencialismo. Barcelona: Edic. Oikos-Tau, S.A.

Jolivet, R. (1970). Las Doctrinas Existencialistas. Madrid: Edit. Gredos


Sartre, J.P. (1976). El Ser y la Nada. Buenos Aires: Losada, S.A.