Autor: Franklin León
R
RESUMEN
Se presenta el análisis de
Vattimo, quien trata de superar esa visión pesimista propia de la
postmodernidad, viendo en ella las posibilidades para una construcción distinta
del ser. De allí el análisis de una obra expresionista e indigenista como la de
Guayasamín, a quien no le gustaba el siglo que le había tocado vivir. Como arte
posmoderno, busca la deconstrucción de representaciones ingenuas. En el caso
que analizamos, El grito I, no refleja un grito ingenuo o realista, sino un
simulacro de la realidad histórica-social, y exige la interpretación del
espectador. El análisis de Vattimo y de la Obra de Guayasamín permitirá
concientizar los caminos actuales que toma el arte influenciado por la
reflexión filosófica más reciente.
Palabras clave: Nihilismo,
Hermenéutica, acaecer, estética, denuncia
ABSTRACT
This paper presents an analysis of Vattimo, he tries
to overcome this pessimistic vision that characterizes postmodernity, by
considering its possibilities for a different construction of the being. Hence,
the analysis of an expressionist and indigenous work such as that of
Guayasamín, who disliked the century in which he had to live. As a postmodern
artist, he sought the deconstruction of ingenuous representations. In the case
being analyzed, El grito I [The shout I], it is evident that the painting does
not reflect a naïve or realistic shout, but a simulation of the
historical-social reality, demanding, as a consequence, an interpretation of
the spectator. The analysis of Vattimo’s thought and Guayasamín’s Artwork will
allow the awareness on the current ways taken by art expressions that have been
influenced by the most recent philosophical reflection.
Key words:
Nihilism, Hermeneutics, to happen, aesthetics, denunciation.
Algunas características
modernas y postmodernas:
En este ensayo nos guiaremos
de dos autores claves para comprender el arte moderno y posmoderno: Vattimo y
Heidegger, con dos de sus importantes obras: El fin de la Postmodernidad (1987)
y El origen de la obra de arte (1996; 1936), respectivamente. En la obra de
Vattimo (1987) podemos encontrar una clara referencia al nihilismo y a la
hermenéutica, completando la obra que estudiamos de Heidegger, pues Vattimo
hace un análisis de todo el pensamiento heideggeriano, -y no sólo de la obra
citada- y del pensamiento de Nietzsche.
Por eso, principalmente,
aludiré con más frecuencia al análisis del filósofo del pensamiento débil.
Apuesta Vattimo (1987), por ver en el nihilismo y la hermenéutica una nueva
posibilidad para recuperar al ser y crear caminos distintos para la recuperación
de lo verdaderamente humano, que es siempre devenir y acaecer. Trata de superar
esa visión pesimista propia de la postmodernidad, viendo en ella las
posibilidades para una construcción distinta del ser a partir de los aportes
teóricos y vivenciales de nuestra época.
Desde esas características
históricas que vivimos buscamos comprender el arte y la estetización de la vida
hoy en día. Comenta Vattimo (1987), analizando el pensamiento de Nietzsche y
Heidegger que la postmodernidad se puede caracterizar como una progresiva
iluminación que se apropia y re-apropia de los fundamentos, que son concebidos
como los orígenes, dando como resultado que las revoluciones de la historia
occidental se presentan y se legitiman como recuperaciones, renacimientos,
retornos (p. 10).
Es decir, más que una nueva
producción del pensamiento, es un volver a los orígenes, para darles una nueva
relectura, siempre desde el mismo punto de partida. Sin embargo, Nietzsche y
Heidegger cuestionan la noción de fundamento, no porque critiquen los
fundamentos para imponer otro fundamento. Ambos son considerados los filósofos
de la postmodernidad, apuntando una despedida de la modernidad. Conciben al ser
como evento. Interpretan la modernidad como una visión naturalista y cíclica
del acontecer del mundo. Ésta le confiere una dimensión ontológica a la
historia y le da un significado a la colocación del hombre en la ria. La
modernidad ve la historia como progreso y superación, por eso hablar de
postmodernidad puede parecer contradictorio, si se ve a ésta última como un
después de la modernidad. Esta visión colocaría lo posmoderno en la misma línea
de lo moderno.
Pero la postmodernidad se
presenta como disolución de la categoría de lo nuevo, como fin de la historia,
no como un estado diferente. Se presenta así el ocaso de Occidente, el fin de
la vida en la tierra, comenta Vattimo (op.cit.), surge la impresión de una
catástrofe en la cultura actual. Se disuelve la idea de una historia como un
proceso unitario. Nietzsche y Heidegger se convierten en los pensadores que
según nuestro autor echaron las bases para “construir una imagen de la
existencia en estas nuevas condiciones de no historicidad o, posthistoricidad”
(p. 13). Esta categoría –posthistoricidadindica cómo el progreso se convierte
en rutina, se intensifica la capacidad humana de disponer técnicamente de la
naturaleza. La capacidad de disponer y planificar hará las cosas cada vez menos
nuevas. En la sociedad de consumo nada nuevo tiene lo revolucionario.
Según Vattimo (op.cit.), el
desarrollo de la técnica fue acompañado de la secularización del progreso. Ya
no prevalece la noción cristiana o hegeliana de una finalidad última de la
historia como realización plena del ser humano o de la humanidad. Lo que
prevalece de la historia es la versión de los vencedores que conservan aquello
que les sirve para legitimarse en el poder. Ya la historia carece de un soporte
metafísico, no es historia de la salvación ni manifestación del Espíritu
absoluto. Ya no hay una historia unitaria, portadora de la esencia humana,
existen, en la postmodernidad, diversidad de historias.
De esta manera se produce
una deshistorización de la experiencia. Nietzsche y Heidegger señalan a una
nueva posibilidad de la existencia, no sólo a la decadencia de Occidente.
Asumen la condición posmoderna como una posibilidad, un chance positivo. Para
ello será necesario, según Vattimo (op.cit.) tomarse en serio los resultados de
la destrucción de la ontología que ambos filósofos llevaron a cabo. El hombre y
el ser ya no podrán ser pensados metafísicamente, según estructuras estables,
que imponen al pensamiento la necesidad de establecerse en lo que no
evoluciona, mitificando estructuras. Así, a este pensamiento moderno, “no le
será posible vivir de manera positiva esa verdadera edad postmetafísica que es
la postmodernidad” (p. 19).
Por eso la necesidad de abrirse a una
concepción no metafísica de la verdad, que parte de la experiencia del arte y
la retórica, más no del saber científico. La verdad se vive como experiencia
estética y retórica, sin que ello signifique una reducción de la verdad a
emociones y sentimientos. Se trata, para Vattimo (op. cit.), de un modo débil
de hacer la experiencia de la verdad, no apropiándose de un objeto, sino como
horizonte y fondo en el cual la persona se mueve. La propuesta del Nihilismo:
Se entiende aquí al nihilismo, siguiendo a Heidegger (1996), como el proceso
por el cual al final del ser ya no queda nada. Para Nietzsche se resume en la
muerte de Dios o en la desvalorización de los valores supremos. Se trata de un
pensamiento ultra-metafísico que Heidegger busca. Para uno se trata de la
muerte de Dios, para el otro de la reducción del ser al valor. Como esa
indebida pretensión del ser de estar en manos del sujeto, sin subsistir de
manera propia y autónoma. Se reduce al ser a un valor de cambio.
En el caso de Nietzsche, comenta Vattimo
(op.cit.), lo que desaparecieron no son los valores, sino los valores supremos,
resumidos en el valor supremo por excelencia: Dios. De ahí que la retórica
sustituye a la lógica. A la pura lógica cuantitativa que rige las ciencias de
la naturaleza, se le impone el nihilismo como único chance del pensamiento
contemporáneo. Es la necesidad de ir más allá del valor de cambio, sin dejar
que se le escape a este pensamiento la individualidad cualitativa de los hechos
histórico-culturales. En Nietzsche Dios muere porque el saber ya no tiene
necesidad de llegar a las causas últimas, el hombre ya no se cree un alma
inmortal. Así se llega a la consumación del nihilismo.
Este nihilismo consumado ofrece una
experiencia desligada de los valores últimos y referidos a los valores que la
metafísica siempre consideró bajos e innobles. Se reivindican otros valores
como las culturas populares y marginales. “La reducción de todo valor de cambio
es precisamente el mundo convertido en fábula” (Vattimo: op.cit.,p. 30). Pero
ante este nihilismo surge otro tipo de nihilismo, el reactivo, se trata de un
esfuerzo por acabar con el dominio del objeto y establecer el predominio del
sujeto.
De esta manera, el
nihilismo, al ser reactivo, al luchar contra la reducción del ser a valor de
cambio, se manifiesta como un chance, una oportunidad para el pensamiento
actual. Se trata de conseguir la emancipación del hombre a través del
reapropiarse del sentido de la historia, como lo plantea Sartre. La historia
debe disolverse en los hombres concretos que juntos la construyen. Nos
reapropiamos de la historia si aceptamos que ésta no tiene un sentido concreto
ni una finalidad última, es el ser para sí, que construye todo sin que nada
esté dado por anticipado. La postmodernidad resulta así un llamado a la
despedida, dejando que se pierda el ser como fundamento, para saltar a su
abismo, en palabras de Heidegger (op.cit.).
Entonces, no hay verdades
eternas e inmutables, hay un ser arrojado al mundo que sólo puede dar cuenta de
sí desde su continuo acontecer, sin nada preestablecido. Crisis del paradigma
clásico del humanismo: Se hace necesario, para comprender el arte
contemporáneo, comprender por donde circulan las ideas y los pensamientos en
nuestra época. Por eso hemos venido describiendo las características de la
modernidad y de la postmodernidad, además del nihilismo como punto de partida
para la construcción de algo distinto a partir de la disolución de la metafísica
planteada en la cosmovisión occidental, en la racionalidad instrumental, como
diría Adorno y Horkheimer. Nos adentramos ahora en la crisis del humanismo, tal
como lo plantea Vattimo (1987) en su exposición de ideas en
El fin de la modernidad.
Se parte de una
constatación: “Dios ha muerto, pero el hombre no la pasa nada bien” (Vattimo:
op.cit, p. 33). Negar a Dios o admitir su muerte no da lugar a una
reapropiación del hombre de su esencia. Se da una conexión entre la muerte de
Dios y la crisis del humanismo, porque ya no se puede recurrir a un fundamento
trascendente que le piso fuerte a lo humano como esencia. Para Heidegger
(op.cit.) humanismo es sinónimo de metafísica, es más bien un momento de la
cultura europea. Este humanismo reduce todo al hombre, y cuando no lo hace la
metafísica puede sobrevivir. La metafísica está en su ocaso y con ella el
humanismo. El hombre conserva la posición de centro de la realidad, que hace
referencia al pensamiento humanista.
El humanismo no está en
crisis por el desarrollo de la técnica, sino por el eclipse de los valores
humanistas a favor de una formación del hombre centrada en la ciencia y en las
facultades racionales del hombre. Triunfa la civilización técnica, entra en
crisis el humanismo. Cambian los valores. La subjetividad humana se pierde por
la objetividad científica y tecnológica. Pero el hombre occidental no se
pregunta por qué sus ideales de racionalidad instrumental terminan poniendo en
peligro al humanismo. Se busca restaurar al humanismo en el discurso, tratando
de darle al sujeto su puesto central, como ocurre en el marxismo, por ejemplo,
o con el personalismo cristiano.
Pero esta búsqueda de
restauración no cuestiona al humanismo de la tradición, pues la crisis no
afecta a los ideales del humanismo, sino sus posibilidades de supervivencia. En
el arte, la poesía expresionista, expresa el desarraigo del hombre en la
estructura de la ciudad moderna. Ya ante esta crisis de los ideales del centro
de Europa, se buscan otras alternativas entre los movimientos de vanguardia,
así lo refleja el interés por el arte africano en el cubismo y el
expresionismo, o el auge del arte latinoamericano en la década de 1970. Las
nuevas condiciones deshumanizantes de la existencia del mundo técnico deben
llevarnos a explorar las posibilidades positivas de dicha crisis. La crisis del
humanismo es para Heidegger (op.cit.) el reconocimiento de la convalecencia de
una enfermedad, la admisión de una responsabilidad, una oportunidad para
reinventarse, no un lamentarse.
La técnica es vista como el máximo despliegue
de la metafísica en su proyecto de unir en una sola dirección todos los nexos
causales previsibles y dominables, en este sentido es otro momento metafísico
de las mismas raíces que el humanismo clásico. El humanismo no representa
valores alternativos a los valores técnicos, “que la técnica se presente como
una amenaza a la metafísica y al humanismo es sólo una apariencia” (p. 41). En
la técnica se revelan los rasgos que la metafísica y el humanismo habrían
mantenido oculto. Hace falta, pues, superar el discurso del humanismo, el mundo
no es para apropiárselo. Hombre y ser han de salir del discurso metafísico y
dejar su carácter de sujeto y objeto.
El humanismo ve al hombre
como sujeto, y el hombre es ser-ahí, ser que acaece y se devela, no una entidad
racionalizable y metafísica. La subjetividad es entendida como inmortalidad del
alma, por eso muere con la metafísica el sujeto. Se entiende al sujeto como lo
que está debajo, lo que permanece en medio del cambio, y ése es el error, pues
el ser es un haz de muchas almas mortales, plantea Nietzsche. Se ha configurado
una conciencia de uno mismo como sujeto del objeto, en el pensamiento
occidental, y así es desde Descartes, comenta Vattimo (op.cit.), donde en el
cogito cartesiano la certeza de sí mismo va en función de la evidencia clara y
distinta. “El sujeto concebido humanísticamente como autoconciencia es
sencillamente lo correlativo al ser metafísico caracterizado en términos de
objetividad, como evidencia, estabilidad, certeza indudable” (p. 42).
Por eso Nietzsche y Heidegger son en este
sentido antihumanistas, porque no quieren reivindicar la objetividad de las
esencias, antes quieren remontarse al mundo de la vida como ámbito anterior a
toda rigidez de categorías. El sujeto no es el ser, ésta es una confusión
frecuente en la historia de la metafísica, menos el sujeto del objeto que
predica Occidente desde Descartes y la tradición filosófica griega desde
Sócrates. Estar en el mundo en su peculiar historicidad es distinto de la
pretensión de certeza de la ciencia. El ser se reduce a la presencia, el
humanismo le asigna al hombre el papel de sujeto, de la autoconciencia como
sede de la evidencia para poder ser concebido. “Detrás del ser como simple
presencia de la objetividad está el ser como tiempo, como acaecer de destino,
en el pensamiento de Heidegger”. Por eso la salida del humanismo y la
metafísica no es una superación, es indispensable un sujeto que ya no se
conciba como sujeto fuerte, en palabras de Vattimo (op.cit.), sino como sujeto
que acaece.
El amanecer del arte: Muerto Dios y la
metafísica, también se declara en nuestra época la muerte del arte, así la
profetiza Hegel, Nietzsche y Heidegger. El arte ya no sucede como fenómeno
específico, sino que se da una estetización general de la existencia. Así: La
práctica de las artes comenzando desde las vanguardias históricas de principios
del siglo XX, muestra un fenómeno general de explosión de 18 la estética fuera
de los límites institucionales que le había fijado la tradición. Las poéticas
de vanguardia rechazan la delimitación que la filosofía les impone, no se dejan
considerar como un lugar de experiencia ateórica y apráctica que se proponen
como modelos de conocimiento privilegiado de lo real (Vattimo, p. 50).
De esta manera, conseguimos
que nuestra ciudad, la Universidad, las calles, las avenidas, las paredes del
metro, son obras de artes, incluso el vestir, el cine y demás medios de
comunicación, incluyendo las redes sociales. El arte sale de las salas de
concierto, se dan conciertos en la calle, rebasa los límites del teatro, y se
dan los teatros de calle, sale del museo y del libro, y así muchos bets-sellers
escritos son llevados al cine, a la televisión o a la radio. En la sociedad de
la cultura de masas, los medios de difusión distribuyen información, cultura,
entretenimiento, bajo los pará- metros de belleza; de ahí que se hable de
estetización general de la existencia.
El arte deja de ser un
privilegio de la aristocracia y una experiencia íntima, privada, y se convierte
en una realidad difundida para todos. Para Kant (según León, 2014, p. 62)
-quien representa el ideal moderno- el arte se experimentaba como la
pertenencia a la humanidad. Los medios de comunicación social en la actualidad
cumplen la función de organizar el consenso como función estética. Para Kant el
placer estético no se entiende como un deleite que experimenta el sujeto por el
objeto, sino como el placer de comprobar que se pertenece a determinado grupo,
a la humanidad misma como ideal que tiene en común el placer de apreciar lo
bello.
Así, en la postmodernidad la
muerte del arte significa para Vattimo (op.cit.) dos cosas: el fin del arte
como hecho específico y separado del resto de la existencia y la estetización
de la vida como extensión del dominio de los medios de comunicación de masas.
Ante esta situación, habrá que tomar la tradición no como el único sistema
conceptual posible, sino como un destino al que debemos remitirnos. La
tradición se convierte, así, en punto de referencia, no como destino. Esto
implica que en el arte postmoderno no hay unidad de percepción porque no hay
metafísica, de ahí que el arte interpele y exija nuevos sentidos. El arte es
para Heidegger una puesta en obra de la verdad, entendiendo que la obra es
exposición de un mundo y producción de la tierra. Exposición en el sentido de
levantar algo para mostrarlo, la obra de arte se convierte en fundamento y
demostración de un mundo histórico, en ella se revela la verdad de la época.
La producción de la tierra se refiere, comenta
Vattimo (op.cit.) de Heidegger, a la materialidad de la obra, es la capacidad
de la obra de suscitar nuevas lecturas, nuevos mundos posibles. La obra de arte
es puesta por obra de la verdad porque en ella se ofrece un mundo como contexto
de mensajes articulados, como un lenguaje siempre referido a la tierra. La obra
de arte lleva las señales del tiempo, es la única que registra el
envejecimiento como un hecho positivo, porque brinda así nuevas posibilidades
de sentido. Este discurso que presenta la obra de arte en su carácter temporal
y perecedero es ajeno a la metafísica tradicional y al arte moderno. En las
últimas se concibe al arte como una obra eterna, que permanece. Se trata que el
pensamiento se abra para ver no sólo lo negativo que la experiencia de la
estética ha asumido en la época de la reproductividad de la obra y de la
cultura masificable, como lo señala Benjamin. Se trata de descubrir el nuevo
sentido del arte, verlo como una nueva opción, como un crepúsculo, no como la
muerte del arte. Murió el arte que conocíamos, nace otro arte, con un nuevo
sentido al que conocíamos. Así, la tradición moderna del arte, la de Occidente,
se convierte en un punto de referencia, no en su destino.
Otros tiempos vive el arte,
habrá que abrirse a los nuevos tiempos, fuera de la rigidez mental aferrada a
esencias propias de la metafísica. La verdad de la poesía: Afirma Vattimo
(op.cit.) que es en el lenguaje donde se despliega con autenticidad la
familiaridad que tenemos con el mundo y que constituye la experiencia no
trascendental, siempre histórica, finita y situada. Es la pre-comprensión del
mundo en el que el ser se muestra en el horizonte del lenguaje. En El Origen de
la obra de arte (1936), el mundo se convierte en un mundo particular, esto
indica que la verdad no puede concebirse como una estructura estable, sino que
ha de pensarse siempre como un evento.
En el arte hermenéutico y
nihilista, todos debemos ser artistas. Desde esta visión, la obra no se expresa
como algo puesto en el mundo, pues pretende ser una nueva perspectiva global
del mundo, una representación verdadera y profética de un mundo alternativo,
que denuncia la injusticia del orden existente. La poesía y el arte fundan,
presentan posibles mundos históricos alternativos del mundo existente. El hecho
que se haya quebrado la palabra poética, así como murió el arte (en el sentido
moderno del mismo), debe llevarnos a replantear la relación entre las palabras
y las cosas más allá de una metafísica. La poesía se presenta así como una
palabra profética, develadora. Si la poesía funda nuevos mundos históricos, se
consume y se quebranta al referirse a la cosa ya hecha presente.
El mundo que la palabra del
poeta anuncia y hace existir, no es algo que queda, sino lo que se modifica
continuamente. Se define la poesía como ese lenguaje en el cual resuena también
nuestra condición terrestre como mortales. En la obra de arte se da un evento
de verdad porque “el acto de revelarse del mundo se presenta como un recuerdo
del ocultamiento del cual viene” (Vattimo, op.cit. p. 70). Se trata de la
verdad como evento que acaece, no como una estructura estable al estilo
platónico. La verdad no es una estructura metafísicamente estable, sino que es
evento, de ahí que se quebrante la palabra poética tal cual venía entendiéndose
desde la tradición moderna. Lo que queda lo fundan los poetas, no como lo que
dura, sino como huella, recuerdo, monumento. Y esta verdad sin rasgos
autoritarios de la metafísica, se refiere toda experiencia de verdad, en el
pensamiento de Heidegger analizado por Vattimo (op.cit.).
La poesía es verdad porque
la verdad se devela; la poesía descubre, devela, no estatiza el mundo, lo
recrea porque es pensamiento utópico y profético. La decoración y la escultura:
arte y espacio Las reflexiones que hace Vattimo (op.cit.) en cuanto a este tipo
de arte responden a una conferencia de Heidegger (Arte y espacio, 1969). Para
ambos, la arquitectura cumple una función fundadora respecto de todas las
artes. Se trata de disponer lugares (localidad) y colocar estos lugares en
relación con la libre variedad del mundo. El arte muestra verdad, en el arte
espacial que es la escultura se da la esencia del arte, que es la puesta por
obra de la verdad. “La escultura es puesta en obra de la verdad en cuanto es
acaecer del espacio auténtico, en lo que el espacio tiene de propio” (op.cit.p.
77); se realiza así, por medio de la escultura, una nueva ordenación espacial.
No se trata de la evidencia del objeto al sujeto, como se entendía la escultura
en la modernidad. Por otra parte, toca Heidegger el tema del arte decorativo.
Para el autor, todo arte
tiene un carácter decorativo. Ya que lo que realmente es, el ontos platónico,
no es el centro frente a la periferia, la esencia frente a la apariencia, lo
duradero frente a lo accidental, la certeza del sujeto frente al objeto.
Comenta Vattimo (op.cit.) que en la ontología débil heideggeriana el acaecer
del ser es un evento marginal, un evento de fondo, que se da en la decoración,
en lo considerado poco importante desde el pensamiento moderno. El arte
ornamental se convierte así en el fenómeno central de la estética. Ciencia y
arte; genio, mecánica e historia: Vattimo (1987) compara las revoluciones
científicas de Kuhn con las revoluciones artísticas y concluye diciendo que la
imposición de un paradigma en la historia de una ciencia tiene muchos rasgos de
una revolución artística: su difusión, su articulación, el establecimiento de
parámetro de posibles elecciones futuras.
El paradigma científico,
para seguir la terminología kuhniana, es objeto de persuasión más que de
demostración. Por eso la revolución científica es una revolución artística,
porque ambas se basan en la persuasión. Basado en Kant, Vattimo (op.cit.)
revisa dos modelos de historicidad que propone el filósofo de La Razón Pura.
Una historicidad normal, constituidas por cabezas mecánicas, ejemplo de estas
cabezas sería Newton, porque lo que descubrió, según Vattimo (op.cit.) puede
aprenderse siguiendo los pasos que él indica que siguió en su descubrimiento.
No pasa lo mismo con la poesía. Un poeta no puede mostrar cómo se produjeron y
se combinaron en su cabeza las ideas que obtuvo y por tanto no puede enseñarlo
a los demás.
En la ciencia, el más grande
inventor puede ser el más grande imitador, allí se dan, según Kant, sólo
cabezas mecánicas; pasa de manera distinta con quien la naturaleza dotó para
las bellas artes, éste sería el genio. El genio no puede enseñar a otros sus
modos de inventar y producir, ya que ni él se da cuenta de cómo sucedió. Pero
las obras del genio permanecen como modelos. Contrario ocurre con los
descubrimientos científicos, que sólo articulan paradigmas ya existentes. Son
los genios, según Kant, los que hacen época, los que abren nuevos caminos y
horizontes. A pesar de la distinción kantiana entre genios y cabezas mecánicas
que Vattimo (op.cit.) cita, expresa no estar de acuerdo entre esta separación
de la ciencia y el arte, porque ya esa frontera se ha diluido con la
epistemología contemporánea desde el pensamiento de Kuhn.
Por eso no se puede hablar
de revoluciones artísticas, en el mismo sentido que Kuhn habla de revoluciones
científicas. Con el anarquismo epistemológico (Paul Feyerabend), todo proceso
científico es arte, ya que no existe un método preestablecido como único para
investigar. Retomando a Nietzsche, Vattimo (op.cit.) presenta la voluntad de
poder como arte. La modernidad tomo como centro de la vida la experiencia
estética. Lo hace desde la promoción social del artista y de sus producciones a
partir del Renacimiento, concediéndole dignidad, reconociendo en la
civilización y la cultura un origen estético y por último, con la llegada de la
sociedad moderna de masas, donde los modelos estéticos de comportamientos
quedan establecidos con la fuerza retórica y estética de los medios.
Desaparecida la fe en el curso de la historia con un fin último, con un sentido
de realización.
El mundo se manifiesta como
obra de arte que se hace por sí misma; todo esto producto de la secularización
y desacralización del mundo.
No hay, pues, historicidad en el arte, no hay
acumulación ni progreso, pero el arte marca la historia, la conduce, es
expresión de una época. Así lo expresa Kuhn, quien sostiene la centralidad del
arte en la ciencia, en los descubrimientos científicos. La fe en el progreso,
propia de la modernidad, se convierte en la fe en el valor de lo nuevo. De allí
que Kant insista en el valor del genio para la humanidad y la centralidad que
el arte asume en la historia desde y en la cultura moderna. Así lo demuestra el
énfasis con que muchas filosofías del siglo XX hablaron de futuro, es el
reflejo de una época que puede llamarse futurista, sostiene Vattimo (op.cit.).
Lo mismo puede decirse de los vanguardistas del siglo XX, en los cuales el
futurismo y el dadaísmo expresan la inspiración del arte contra el pasado. Se
presenta la tensión al futuro como tensión a la renovación. El arte
contemporáneo se ofrece como la búsqueda de lo nuevo, como expresión del
progreso secular.
Al final, la ciencia como
arte busca lo nuevo, pero a través de la persuasión, así lo expresa Kuhn (según
León, 2014, p. 140),, buscando el progreso secular, no la verdad como valor en
sí misma. Aparece lo nuevo como valor y como valor fundamental. El arte ocupa
así una posición de anticipación o de símbolo representativo. Desde el comienzo
de la edad moderna y quizás antes, el arte ya vivía en situación de desarraigo,
la misma situación que sólo hoy viven la ciencia y la técnica; ello se debe a
la consideración moderna a que los descubrimientos eran guiados por las cabezas
mecánicas, quienes se guiaban por el valor de la verdad o por el valor de la
utilidad para la vida. En el caso de las bellas artes, estas limitaciones
desaparecieron mucho antes. El arte siempre estuvo desarraigado desde el inicio
del proceso de secularización de la modernidad. El período postmoderno muestra
como su rasgo más resaltante el esfuerzo por apartarse de la lógica de la
superación, del desarrollo y de la innovación; así sucede desde la
arquitectura. La novela, la poesía y las artes figurativas, afirma Vattimo
(op.cit.).
Es el arte en la época del
fin de la metafísica. Así lo demuestra el movimiento de la vanguardia del siglo
XX. Lo posmoderno de las artes expresa el culmen del proceso de secularización.
En el arte postmoderno el valor de lo nuevo pierde todo fundamento y
posibilidad de valer. Sostiene Vattimo (op.cit.) que “la crisis del futuro, que
penetra toda la cultura y toda la vida social moderna tardía, tiene en la
experiencia del arte un lugar privilegiado de expresión” (p. 97).
No hay, pues, revolución artística ni
científica, sino el arte como expresión de una época: bien sea la modernidad,
que sostiene la fe en el futuro y la búsqueda de lo nuevo: o la postmodernidad,
que plantea la crisis del futuro y la aversión a lo nuevo. El arte se ofrece
así como expresión de lo humano, y lo humano es epocal, es histórico, porque
somos seres en el tiempo. El expresionismo latinoamericano en Oswaldo
Guayasamín y su pintura El grito I: El expresionismo es un movimiento vanguardista
que se opone al impresionismo; este último quiere reflejar la impresión de un
objeto, al modo naturalista. El expresionismo quiere reflejar el momento
presente, la subjetividad de lo vivido, la crudeza de la realidad, el aquí y el
ahora, entendiendo la verdad como momento presente, pues no hay verdades
eternas e inmutables, porque no hay nada hecho, todo depende de la libertad del
hombre y de la verdad que acaece como acontecimiento histórico, tal cual lo
planteó Heidegger y Nietzsche, desde la descripción de Vattimo (1987).
El vanguardismo se considera
el fin de la modernidad, todavía un momento moderno de la estética, pero
contiene en sí algunas características que advienen el arte propiamente
posmoderno, como la lucha contra las tradiciones, la audacia y la libertad de
las formas, la búsqueda del arte abstracto, lo que remite al arte como
simulacro, y no como mímesis, alegoría o representación. El artista
vanguardista no está conforme, busca formas novedosas. Se abandonan los temas
viejos porque no responden al hombre nuevo. Hay una conciencia social que le
lleva a tomar posición ante situaciones determinadas, como pasa con Guayasamín.
No importa el tiempo cronológico, sino lo que sucede en él, lo anímico. Se
sugiere al lector que complete, se exige un espectador atento que interprete el
simulacro de la realidad que se denuncia, desentrañando los hechos que se
presentan o hacia los cuales se hace referencia.
Así sucedió con nuestro autor.
A Guayasamín (1919-1999) no le gustaba el siglo que le había tocado vivir.
Aborrecía las guerras y los soldados. Detestaba a sus líderes y sus poderes. Y
lo pintó todo tal como lo vivió. Dejó constancia de su tiempo en una destacada
obra que le convirtió en el artista más aclamado de su país, Ecuador, y en un
referente en Iberoamérica. Y hay ejemplos certeros como la serie La edad de la
ira, su segunda etapa artística o serie pictórica, con mujeres llorando en una
alegoría de la Guerra Civil española, o La serie de las manos, donde resume sus
planteamientos sobre América. “Cada español llora un muerto de la Guerra Civil
y lleva en sí mismo cada día algo de su propia muerte”, escribió el artista
citado por Espinoza (2012).
Las manos que pintaba
estaban cargadas de intención. Dedos que rezan, atemorizan, tapan, protegen o golpean,
síntesis del devenir de su continente. Refiere Guayasamín, según Espinoza
(2012) “América Latina tiene su propia raíz, que es necesario remover y
encontrar para decir cosas, para expresarnos con nuestra voz”, se propuso. En
sus obras siempre trata temas sociales, refleja el dolor y la miseria que
soporta la mayor parte de la humanidad, denuncia la violencia que le ha tocado
vivir al ser humano (Guerras mundiales, guerras civiles en España y América),
los genocidios, los campos de concentración, las dictaduras, las torturas, las
desigualdades.
El artista representaba la
esperanza, la lucha y la reivindicación de los más humildes. Fue un exponente
de la lucha contra el colonialismo. Por tanto, se mueve entre el expresionismo
que anuncia el arte postmoderno, sin romper del todo con el modernismo, pero
también navega por las aguas del decolonialismo. Recordemos que el arte
posmoderno expresa la angustia del hombre actual sin preocuparse por salir de
la modernidad, aunque lo critica; mientras la decolonialidad tiene propósitos
emancipatorios, y busca alternativas. En ambos casos el espectador es
co-partícipe de la obra a través de su participación. Como arte posmoderno, se
busca la deconstrucción de representaciones ingenuas. En el caso que
analizamos, El grito I, no refleja un grito ingenuo o realista, no es un rostro
humano como mímesis o representación, sino como simulacro de la realidad, y
exige la interpretación del espectador.
Ese grito no es universal,
es el reflejo de situaciones de guerra, de violencia, nótese que en la mano de
quien lanza el grito hay una figura que violenta a otros, que golpea, que
agrede. Imagen que refleja lo heterogéneo de las culturas, es un indígena
quien está expresando su grito, con su cara pintada de colores, y en particular
de rojo, para expresar lo sangriento de la violencia y de la guerra. Se refleja
una verdad no metafísica, sino histórica, como lo plantearon Nietzsche y
Heidegger. Es la persona moviéndose en un horizonte concreto, no apropiándose
de objetos. El grito no refleja valores supremos de la modernidad, sino
situaciones históricas, contextuales, particulares. Quien grita es una persona
concreta, con rasgos étnicos bien definidos: piel mestiza, rostro indígena y
sufriente, manos trabajadoras, maltratadas por el esfuerzo. Y esa expresión
artística de Guayasamín es posible gracias al nihilismo expresado por los
filósofos alemanes aquí analizados. La nada se ofrece como el punto de partida
para algo distinto.
Es el llamado a la despedida
de la metafísica occidental. Es el ser arrojado al mundo que da cuenta de su
continuo acontecer. Es una reflexión por esas condiciones deshumanizantes del
mundo técnico que deben llevarnos a explorar las posibilidades positivas de
dicha crisis, como lo plantea Vattimo en la obra analizada. Es la constatación
de un humanismo en crisis que reconoce su enfermedad, admitiendo su
responsabilidad como una oportunidad para reinventarse, como lo expresa
Guayasamín en la denuncia de las realidades violentas que expresa en su
pintura. Se trata de un sujeto que no es el ser de la metafísica, sino una
persona concreta; es el grito de un indígena, de otra cultura distinta a la
europea; por eso al pintor se le considera, además de expresionista,
indigenista. Y esto nos refiera al carácter heterocentrista y antropocentrista
del arte postmoderno. Otras culturas, otros hombres, aparecen en el escenario.
Es la puesta en escena de la
interculturalidad, la crítica a los centros, que en el caso de la denuncia de
Guayasamín es contra quienes hacen la guerra para salvaguardar sus propios
intereses, matando o haciendo sufrir a inocentes. Toda una crítica social e
histórica, además de contextualizada en nuestro continente. Es la esencia de
los pueblos expresada en la mano de obra del artista, como lo afirmó Heidegger.
Es la facticidad del ser latinoamericano que sufre y padece de los poderes que
abusan de su condición.
Es la representación de
otros mundos. El arte se ofrece en esta obra sin una unidad de percepción,
pudieran surgir los más variados análisis de la obra en cuestión: El grito. Es
una puesta en obra de la verdad, como diría Heidegger. Es la verdad de unos
seres situados, que sufren violencia, que queda desvelada. Guayasamín hace
hermenéutica del arte, levanta algo para mostrarlo; demuestra un mundo
histórico: Iberoamérica en el siglo XX. La obra expresionista-indigenista de
Guayasamín, donde El grito es expresión de una larga colección de pinturas con
características similares, es capaz de suscitar nuevas lecturas, nuevos mundos
posibles. Ya no sólo ofrece la lectura de los opresores, de los que han ganado
la guerra, sino también la vivencia histórica de los más débiles, de las
víctimas.
Nos muestra las señales del
tiempo, se ofrece como temporal y perecedero, es importante para nosotros como
latinoamericanos de esta época, no nos asegura su valor perpetuo fuera del
tiempo.
Cabe destacar En el grito, el arte ocupa una posición de símbolo
representativo, se simula una realidad, se insiste en el dolor de quien lanza
el grito, no tanto en la estética o belleza de la figura que grita, o en lo
parecido de quien grita con una persona real. Es el arte de la interpretación y
del simulacro propio de la postmodernidad. Se aparta de la lógica de la superación
y del progreso. El arte se convierte en un lugar privilegiado de expresión,
como ha afirmado Vattimo (op.cit.). Es importante destacar la obra de Edvard
Munch en 1893, el expresionista noruego quería expresar la angustia la
desesperación existencial, colocando la ciudad de Oslo de fondo. Guayasamín
retoma esta importante obra expresionista, pero el rostro de quien grita no es
la de un fantasma desdibujado, como sucede en Munch, sino el de un indígena que
refleja la angustia, la miseria de los pueblos americanos. Se apropia de una
gran obra para mostrar otro mundo: el indígena, el de un pueblo sufrido,
violentado. Ciertamente hay un retomar el pasado, pero para develar una verdad
histórica oculta, y en esto El grito de Guayasamín es expresionista, Postmoderno
y decolonial por lo ya expuesto.
BIBLIOGRAFÍA:
Espinoza, P. (2012). El
Grito hiriente de Guayasamím. En El País, Andalucía, España. Recuperado en http://ccaa.elpais.com/ccaa/2012/10/12/andalucia/1350065279_306577.html
Heidegger, M. (1996; 1936).
El origen de la obra de arte (en Caminos de bosque). Alianza, Madrid.
León, F. (2014) Teoría del
Conocimiento (Tercera Edición). Universidad de Carabobo, Venezuela.
Vattimo, G. (1987). El fin
de la modernidad. Gedisa, Barcelona, España.
Franklin León. Lic.
en Educación, Mención Filosofía (UCAB, 1999, Cum Lauden). Especialista en
Planificación y Evaluación Educativa (USM, 2003, con Honores). Magíster en
Educación, Mención: Enseñanza de las Ciencias Sociales, (UC, 2010, con
Honores). Profesor universitario (UC- UAM -Valencia). Cursante del Doctorado en
Ciencias Sociales, Mención Estudios Culturales. Correo:
franklinleonr@hotmail.com
DISPONIBLE EN: REVISTA ESTUDIOS CULTURALES N° 12 UNIVERSIDAD DE CARABOBO - VENEZUELA
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